Cuentos y relatos breves


La Tormenta
El viento agitó las ramas desnudas  de los añejos aromos aquel crudo invierno.
Las chapas de los techos del oscuro caserío, se quejaban ante el intempestivo enemigo. Un aroma entre húmedo y enigmático atravesó el ruinoso ventanal, desatando la furia de aquel añico de tela, que alguna vez fue una cortina.
El viejo se despertó. Entre el  preludio  del  vendaval y el alcohol de la noche anterior, no podía reconocer que estaba ocurriendo con exactitud.
Haciendo un gran esfuerzo, entreabrió los ojos  y  dirigió la mirada  hacia  reloj de pared el cual acusaba las cuatro y media de la madrugada.
Con cierta dificultad, debido a sus setenta y pico de años, se incorporó. Lentamente caminó hasta la ventana y la cerró.
De regreso a la cama, cruzó frente a un cuadro algo desvencijado, que colgaba inclinado en la pared. La imagen no era del todo clara, los años y el abandono habían golpeado su nitidez, pero él sabía que su esposa (ya fallecida) y su hijo mayor (también fallecido) sonreían allí.
-          Era en el patio de la casa del pueblo – pensó - una tarde de primavera…
Volvió a recostarse, mas no pudo recobrar el sueño.
Aquella mujer, sus hijos, la casa del pueblo, y hasta Batuque, el perro de la familia, se conjugaron en su memoria, para evitar que pudiera dormir.
Los años pasados habían sido muy buenos, prósperos. El viejo alguna vez había sido joven, trabajador, militante político, rebelde, esposo y padre.
Sin embargo, el destino lo había dejado solo y semi - abandonado en una piecita de mala muerte, fría, húmeda y olorosa.
Recordó entonces aquellas mesas largas, llenas de cabecitas y aturdida en gritos de pequeños. El asado del mediodía de domingo, las tareas de campo de la semana. La mirada del anciano se tornó entonces melancólica, las pupilas se aguachentaron, y una lágrima espesa rodó por su mejilla.
Intentó creer que él era el único culpable de estar solo en esa habitación, de tener miedo como un niño por la tormenta que se aproximaba, pero algo le impedía elaborar el juicio último de su situación.
El anciano giró en el viejo camastro, con un movimiento entre brusco y enojado. Se dijo a sí mismo que los hijos estaban ocupados y por eso no se acercaban. Por un instante se animó entonces a especular, en lo distinto que hubiera sido todo, si su mujer no hubiera muerto tan joven.
En tanto, la claridad comenzó a colarse entre los espacios de la vieja persiana. La noche había terminado.
Casi inconscientemente el viejo se quedó dormido. Vio en sueños el rostro de su esposa y la mano que se extendía hacia él. No lo dudó, se aferró a ella como un náufrago a la rama que ha de salvarle la vida. Jamás despertó.
En ese preciso instante, afuera las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer.

 Melina JAUREGUIZAHAR
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